J.S. Sansano

Libertad, esclavos de tu definición

«Libertad, esclavos de tu definición, nunca sonaste como una canción de los Rolling Stones».

Solemos atribuirles a las palabras más poder del que tienen en realidad. Más allá de sus definiciones, los hay que las izan y agitan como estandartes para proyectar ideales. Diferentes palabras en diferentes idiomas con un mismo significado, incluso a miles de kilómetros de distancia; el «progres» español o el «liberales» estadounidense, la misma acusación hacia mentes criminales por avanzar demasiado con las ideas.

Nos encontramos ante una dicotomía que nace del vacío entre intenciones, entre el uso que pretendemos darles a las palabras y el modo de transmitirlas, de elevarlas a conceptos inteligibles para el Gran Público. Ese vacío que a veces adopta la forma de abismos, en el que nos columpiamos para intentar enfocar una realidad, un reflejo de la sociedad, un sentimiento ajeno, o propio —más complejo aún, despedazarnos para ordenar con sentido nuestro desorden emocional—. Quien no haya sentido ese vértigo alguna vez, no entenderá de lo que hablamos.

Las palabras por sí solas no tienen ningún poder, pasa lo mismo que con las balas. No tienen un significado, al contrario, pueden albergar muchos o ninguno en función de su empleo. El poder lo regentan, por tanto, las personas que les dan uso; las que aprietan el gatillo.

Me viene a la cabeza el caso actual de la llamada «N-word», una palabra que ancla en el tiempo el malestar de toda una etnia, limitando su uso real entre «tribus». ¿Puede hacernos esto más conscientes de nuestros demonios o separarnos aún más? ¿A qué le tenemos miedo, a una palabra, al significado peyorativo que tuvo en otra época, o a su uso en boca de ciertas personas?

Considero que ahí radica su belleza y peligrosidad.

Habrá quienes las empleen para componer líneas preciosas donde expongan sus temores, sus ideas y sensaciones. También los que surtan con ellas panfletos grandilocuentes y populistas con el único objeto de conseguir vivir dentro de sus propios ombligos.

Y luego están las canciones…

El día que consigan silenciarnos, al menos, que nos dejen un instrumento a mano.