J.S. Sansano

«El Palacio de la Luna», por Paul Auster

Era la primera novela de Paul Auster que leía —un acierto indiscutible como regalo por parte de mi novia—, entrando directamente en el podio de mis autores favoritos; con dos nuevas entregas de su autoría en mi estantería —«La Trilogía de Nueva York» y «Leviatán»—.

Considero que, con un poco que disfrutes de la literatura, del arte de la expresión escrita, esta obra te absorbe con un relato de aparente sencillez argumental, desarrollado como una parábola de improvisación al más puro estilo jazzístico, bajo la que se desatan un sinfín de emociones y reducciones a puras sensaciones de conceptos complejísimos, ligados al alma humana y la sociedad. Todo esto, de la mano de uno de los escritores más elocuentes y apasionantes que he tenido el gusto de leer. A nivel técnico y simbólico, aquellos que quieran profundizar un poco más en la lectura, sabrán apreciar el retrato al completo; igual que Stanley Fogg ante el cuadro «Luz de Luna», de Blakelock.

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En ciertos aspectos, la obra se dilata hasta alcanzar los márgenes de un ensayo literario referido al ser humano en situaciones que desafiarían el orden normal —y emocional— de una vida acomodada promedio. Siendo capaz de arrastrar al lector en esta deriva existencial mediante bellísimas exposiciones de los sucesos más cotidianos, desangrando cada concepto hasta su última expresión, y con frases finales como remates de chilena:

«Heráclito había resucitado de un montón de estiércol y lo que tenía que enseñarnos era la más simple de las verdades, la realidad es un yo-yo, el cambio es la única constante».

En mi opinión, es una obra de alta literatura, redactada con tanto cuidado y esmero, que dudo mucho se pudiese trasladar a la pantalla grande con la misma intensidad que transmite al leerla. Es un libro que habla por sí solo, que transmite su sabiduría sin —en apariencia— proponérselo.

En lo relativo a la trama. Desde el principio, siembra y recoge, dejando pistas y huecos en blanco como imágenes subliminales, a los que vuelve más adelante con absoluta maestría. Casi no te das cuenta, pero cuando llegas, con esa misma soltura con la que te instala en ellos, ya son un hecho consumado en el relato.

Qué decir de los personajes. Además de su protagonista, la obra cuenta con un cosmos de información alrededor de sus secundarios: Effing, Kitty Wu, Solomon… Es fascinante la forma en que Auster despliega estas historias paralelas de forma inmersiva, con eficiencia. Lejos de suponer trabas para el relato principal, resultan interesantes igualmente .

Como punto negativo, dada su sobrada capacidad para dimensionar personajes más allá de sus apariciones, he echado en falta más interacción entre ellos. Es algo que me suele pasar en este tipo de obras de carácter “intelectual”, se sacrifica organicidad en favor de la fluidez, como si los lectores no pudiesen aguantar mucho rato de “gente lista” hablando. La estructura predomina sobre la expresividad de estos personajes. A excepción del grandísimo Thomas Effing, el cual podría disputar el título de protagonista.

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En conclusión.

Puedo decir, sin exagerar, que he disfrutado de cada párrafo hasta el final. Auster es un mago de las palabras. Más que eso, es capaz de transcribir el mundo, tal y como lo conocemos, con una lucidez y armonía de la que solo puedo sentir admiración —y un poco de envidia, ¿por qué no?—.